miércoles, 10 de mayo de 2017

Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp. Eduardo Arroyo


Junto al Equipo Crónica y, a su particular manera, Genovés, Eduardo Arroyo es la cima de nuestro arte pop, aunque a diferencia de los anteriores tiene un marcado sesgo internacional, vinculado tanto al pop británico como a los Nuevos Realismo franceses.
Su obra es prolija a homenajes (éste, en el fondo lo es), referencias y reflexiones sobre múltiples artistas, en muchas ocasiones tratados con una particular ironía (en ocasiones verdaderamente macabra, como en esta obra), que busca el escándalo como una forma de técnica artística.
Y es que su obra, tras la primera visión hedonista, casi infantil, que le dan sus tintas planas y su dibujo de borde duro, tiene una fuerte carga crítica sobre la sociedad y sus comportamientos.
Todo esto le hacen un claro precedente del arte posmoderno en sus intentos de reflexionar sobre la actualidad re-utilizando modelos históricos que manipula con gran inteligencia, dando pie a múltiples lecturas.

En la presente obra, realizada en colaboración con  Gilles Aillaud y Antonio Recalcati, es todo un manifiesto sobre la nueva pintura pop que necesita matar a su padre (pues Duchamp de alguna manera lo fue con su postura distanciada e irónica) para reivindicarse (tras la terrible sucesión de vejaciones, la obra termina con un entierro en donde los nuevos pintores del pop, Rauschenberg, Oldenburg, Martial Raysse, Warhol, Restany y Arman, llevan en hombros y cubierto por la bandera estadounidense, el cadáver de Duchamp)
Como si de un cómic (o tal vez mejor, una tira de fotogramas), Arroyo nos presenta una historia fuertemente narrativa (contraria, por tanto, al arte conceptual) en donde los propios autores son los protagonistas junto a un envejecido Duchamp.
En medio del proceso que contiene detención, interrogatorio, asesinato y entierro, van apareciendo alguna de sus obras claves, como la famosa fuente, Mujer descendiendo una escalera o el Gran Vidrio, verdaderos iconos artísticos.

Todos los hechos, y gracias a la técnica heredad del pop estadounidense, sucede con una asepsia verdaderamente aterradora. El estilo de cómic consigue convertir la violencia en un puro simulacro (semejante al que tenemos cuando visionamos una película, especialmente de género negro, en donde lo terrible se estetiza) que nos permite contemplarla con comodidad aparente, aunque en el fondo se nos hable de una historia verdaderamente desbocada.
Detrás de todo esto, uno no puede evitar ver un trasfondo político mucho más patrio, pues además del cine negro, en la obra existen ecos de la represión franquista (la obra de es 1965) tanto del arte contemporáneo como de la libertad de pensamiento que elimina (aunque luego les homenajee) a los sospechosos habituales (ya sea física como socialmente)
La obra, de esta manera, se convierte en política, y el arte pasa a ser una de las posibles lecturas

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