miércoles, 7 de febrero de 2018

SAN IVO ALLA SAPIENZA. BORROMINI


Nadie te prepara para el encuentro con esta obra maestra del barroco, y quizás aquí se encuentre su encanto. Ni siquiera es fácil conocer los horarios y concordarlos con una visita apresurada a Roma.
Es una arquitectura oculta, casi secreta, que, por lo demás, no es fácil de habitar.

En este primer post hablaremos de su arquitectura para dedicar un segundo a sus múltiples simbolismos.

Borromini tuvo que adaptarse a un proyecto ya diseñado, especialmente por Giacomo della Porta y su alargado patio (todos los detalles de su larga gestación los podéis encontrar aquí), encargándose de la creación, al fondo de dicho patio, de una pequeña iglesia de planta centralizada.
En su encuentro, Borromini genera su primera genialidad, oponiendo un espacio convexo a un remate cóncavo del patio.

Se produce así la primera de las múltiples tensiones espaciales, con una estructura que se "infla" frente a un espacio que debería simplemente convertirla en espacio final de la larga perspectiva de arcadas, reinvirtiéndose la dirección de las fuerzas: la iglesia avanza al espectador en vez de situarse en el final del gran espacio vacío, confrontándose con este en una dialéctica entre espacio lleno y vacío.

La sensación también se produce en vertical, pues sus paredes combadas (que hablan de la "respiración del espacio interior", como ya veremos), se resuelve, en altura, con una cúpula poco convencional (visualmente el tambor parece más una pared ondulante, con particulares aletones que dan la sensación de empuje desde el interior, no de equilibrio, como es habitual), coronada por una doble linterna .




Su parte baja se inspira directamente en arquitecturas romanas imperiales (aquí ya lo v¡mos) mientras que la parte superior lo hace en una forma natural: tiarella o mitra papalis, una caracola habitual en los Gabinetes de Maravillas de la época.





Pero entremos en su interior.
Nos encontraremos con una complejísima planta que es el fruto de numerosas combinaciones geométricas


La unión de estos triángulos equiláteros (que generan una clara dirección centrífuga hacia sus vértices) con los círculos inscritos (que son profundamente centrípedos) genera un espacio dinámico pero en equilibrio y prepara la arquitectura para sus paredes ondulantes.
Con pilastras de orden gigante colocadas en las intersecciones de los distintos movimientos (centrífugos y centrípedos), como ya había realizado en San Carlino, las paredes cobran vida independiente, con constantes movimientos de avance y retroceso que (visualmente) solo las citadas pilastras consiguen frenar en su desbocada ondulación.
Se crea así el llamado por Argan espacio pulsante, que ya explicamos aquí.

Pero no acaban aún las genialidades.
Mientras que en San Carlino, Borromini había tenido que forzar los elementos arquitectónicos para cubrir la planta, aquí consigue llegar a la excelencia, y apenas si somos capaces de percibir la transición entre la pared y la cubierta.
Simplemente un brevísimo arquitrabe los separa sin romper la unidad, dejando que la cúpula, sus gallones, se adapten a la estructuras de sus paredes portantes, alternándose de nuevo las zonas cóncavas y las convexas



La maravillosa solución se une a una técnica depuradísima, pues, sin romper el movimiento, Borromini va acercando dichos gallones hasta unirlos en un óculo central sobre el que arrancará la linterna




 Consigue así un espacio extraordinariamente unificado en donde las tres dimenciones se intersecan para crear un ámbito móvil y cambiante que, por calculadísimos cambios, llega a su perfección en la zona alta, solucionando el conflicto estructural (que como veremos, también es simbólico) presente en las zonas bajas.

Un refinado paso de la multiplicidad a la unidad que recrea un gran corazón que palpita con nosotros dentro, cambiando constantemente pero con un ritmo continuo que nos calma (algo muy semejante a las sensaciones que suceden en ciertas obras de arte islámico)

En todas estas sensaciones la luz es un elemento capital que fluye sin interrupciones desde la zonas elevadas (linterna y ventanas altas) para ir debilitándose según descendemos en altura.
Este cambio unido a la complejidad de la planta (que no se comprende al entrar en la iglesia), hace que el espectador eleve la mirada hacia lo alto para (sorpresa!) encontrase con la planta dibujada sobre su cabeza.

Se generará entonces un movimiento perpetuo en donde la mirada vaga con deleitación por las paredes y cubiertas envolventes. 

Un movimiento sin pausa pero sin prisa alguna que, si perseveramos en él, nos dará la verdadera clave de la arquitectura: hacer sensible el espacio, visible lo habitualmente invisible, haciéndonos conscientes del propio aire que respiramos, de sus mismos movimientos de contracción y dilatación, un movimiento que es la propia vida









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