lunes, 7 de mayo de 2012

DEL ENTIERRO DE LA SARDINA A LA CÁRCEL DE LOCOS. LOS CUADROS DE GABINETE DE GOYA























1792. Un año clave.
 Las incertidumbres generadas por el estallido de la revolución Francesa y sus repercusiones en España (prisión de alguno de sus amigos y mecenas como Carrabús, director del banco de España, o Jovellanos), debieron influir en Goya que abandona Madrid y se desplaza a Cádiz. Estando alojado en casa de su amigo Sebastián Martínez, Goya sufre un fuerte episodio de la grave enfermedad que le acompañará toda su vida y que algunos han creído ser sífilis.
 Tras haber estado a las puertas de la muerte, queda completamente sordo y permanece en Cádiz hasta el año siguiente. Allí consolida una formación cultural que hasta ese momento era más bien escasa y conoce las colecciones de cuadros ingleses, recibiendo influencia de la obra de Hogarth y Reynolds, que será fundamental en sus posteriores retratos.
Su enfermedad y sordera le hace refugiarse cada vez más en sí mismo, haciéndole cambiar el carácter alegre y un tanto frívolo que debió tener hasta entonces (tal y como se evidencia en su abundante correspondencia con su amigo Zapater). Profundizó también sus lazos con los ilustrados y fue formándose una conciencia cada vez más crítica que marcará definitivamente su obra desde entonces.
Es en este marco en el que deben entenderse estos cuadros de Gabinete que Goya realizó sin encargo alguno (ni una posibilidad de venta inmediata) y que terminó por regalar a la Academia de Bellas Artes de San Fernando.





















Cronológica y temáticamente son rigurosamente coetáneos a los famosos Caprichos, y como ellos encontramos su peculiar postura ilustrada que la enfermedad se encargó de llenar de pesimismo.
Pues habitualmente se ha hablado que todos estos temas no son otra cosa que una crítica a las bajas pasiones, a la falta de razón que hace caer a los hombres en los excesos que nos degradan.
Podía así entenderse los disciplinantes o la Inquisición como un mordaz comentario contra la religión (vivida sin luces) que termina cayendo en el fanatismo, el odio y la violencia. De la misma manera La Cárcel de locos nos hablaría de la falta de razón que conduce al hombre a un estado puramente animal o el celebérrimo Entierro de la Sardina un ácido comentario sobre las clases bajas y la animalidad a la que conduce el alcohol y la falta de conocimiento. (esta es la tesis habitual de algunos comentaristas del autor, como Helman, que habitualmente busca estos temas en ilustrados coetáneos con Jovellanos o Moratín)


























Sin embargo, existen numerosos autores (Calvo Serraller, Bozal) que han planteado una línea mucho más sugestiva y que yo cada vez comparto más.
Es la del Goya prerromántico que llega y supera la propia Ilustración en un proceso que tiene sus límites muy difuminados. Baste para empezar a comprender permitirse una visión sosegada de los mismos para darse cuenta que la crítica (que realmente existe) muy pronto se tiñe de emociones.
Ya no se trata de una simple y limpia autopsia de la realidad que nos permite ver sus miserias; hay toda una intención de regodearse en la demencia, el fanatismo, la violencia, la muerte. Intención de la que no puede apartarse el espectador que de la repulsa inicial, muy pronto se comienza a sentir fascinado por ese reverso oscuro que se pretendía criticar. Una perfecta ilustración de  la categoría de lo sublime
Irremediablemente nos atrae la locura, sentimos los latigazos con una cierta sensación masoquista (o sádica), nos sentimos arrastrados por el embrutecimiento de las masas. Como nos ocurre con lo sublime, lo que nos horroriza a la vez nos fascina, y somos incapaces de apartarnos de lo que sabemos deplorable.























Es la estética (y ética) del romancismo que se verá unas décadas después en Delacroix o Gericault, una mirada que se está produciendo en la obra contemporánea de Fuseli, Callot o Piranesi. El mundo al revés que ya intuyó Calvo Serraller en el capricho El Sueño de la Razón produce monstruos.
La verdadera antesala de lo que serán sus futuras Pinturas negras y el inicio de toda una profunda investigación sobre la representación de la violencia que ya analizamos hace tiempo

Técnicamente, las obras corresponden a un manejo cada vez más libre del pincel (la llamada pincelada suelta) que tiene su origen en Velázquez y que podemos ver en otras obras coetáneas, como la Familia de Carlos IV o los frescos de San Antonio de la Florida, aunque aquí (y gracias a la libertad de no tener mecenas) la mancha gana en intensidad y se comporta de forma mucho más radical.
Por otra parte, Goya vuelve a retomar (como es habitual) ciertas formas barrocas (al igual que harán os grandes románticos franceses) como el claroscuro expresivo, las diagonales, la confusión de las figuras, los escorzos atrevidos...
Hay sin embargo dos cuestiones técnicas que son (creo) sumamente personales del autor.


























La primera de ellas el fuerte contraste que realiza entre figuras y entorno, desmesurado, poco detallado, lleno más de sombras que de paisajes pintorescos (como el que aún podemos ver en el Entierro de la Sardina), casi abstracto y por ello más inhumano aún. Como ya analizábamos al hablar de Piranesi. , este juego de desproporciones genera en el espectador un profundo desasosiego, que aún se exacerba más con la indefinición espacial que no deja a la mirada del espectador buscar alivios frente a las violencias centrales, haciéndole volver una y otra vez sobre el tema, presionado por la falta de puntos de interés en el fondo.


























Por otra parte, estas obras comienzan a plantear un tema radicalmente moderno: el de la turba, la multitud. Más que ocuparse de individuos, Goya nos muestra colectividades dominadas por los emociones casi virales, en donde la razón individual no tiene cabida. Pues en vez de voces reconocibles, en estos cuadros hay un murmullo continuo, informe que será una de las futuras etiquetas de la modernidad y de su metrópolis, como los expresionistas se encargarían de demostrar



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