lunes, 26 de diciembre de 2011

CRISTINA IGLESIAS Las puertas de la ampiación del Museo del Prado



A estas alturas de la película parece ocioso presentar a Cristina Iglesias, una escultora sobresaliente a menudo eclipsada por su marido (Juan Muñoz).
Pero su obra es sólida y coherente, totalmente contraria a la de su pareja.
Huyendo de lo figurativo su obra se basa especialmente en dos grandes conceptos: el espacio y sus transiciones (una herencia que recoge desde Julio González a Oteiza o Chillida), y las texturas que consigue a través de múltiples materiales.
En este caso se enfrentaba a un reto, el propuesto por Moneo en la ampliación: ser moderno verdaderamente, es decir, huir de frivolidades e insertarse en la tradición para ponerla al día. Un reto que, a mi juicio, ha superado ampliamente.


Quizás por ello ha recurrido al material noble por excelencia, el bronce, y ha huido de lo narrativo decimonónico sin por ello tener que eliminar lo significativo
Pues sus puertas son (en una idea típicamente posmoderna) abstractas y figurativas a la vez, según la posición y mirada del espectador.
Desde lejos solo vemos su masa, su textura rugosa que más nos recuerda a un Pollock, unos volúmenes imponentes que gracias a un sistema mecanizado permiten varias posiciones y, por tanto, posibilidades de espacio, de apertura al exterior y relación con el interior.



Pero si nos acercamos todo cambia. Como los cuadros de Barceló (pero justamente al revés, pues en ellos la abstracción está en la cercanía y lo figurativo en la lejanía), el encuentro cercano nos releva un segundo significado.
Las puertas son (parecen) el calco de raíces y tallos, casi un fósil.



Estas formaciones vegetales son, por una parte, el recuerdo del cercano Jardín Botánico, pero también un tema sumamente caro a lo posmoderno: la huella, el recuerdo y, también, la verdad o la simulación.
¿Son huellas reales de vegetación? ¿Son un calco? ¿Son memoria o creación?



Y aún más, en una última vuelta de tuerca, la escultura vuelve a ser lo que fue en su origen: pura tactilidad. El visitante no puede evitar acercar su mano, como si fuera una escultura para ciegos en donde las yemas de nuestros dedos nos informen de las texturas rugosas, de los múltiples planos de profundidad que se generan en lo que creíamos plano.



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